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ACADEMIA FILOSOFICA HEBREA SINAI
Blog de sinai
25 de Enero, 2008 · General

DESPIERTO EN MI EXTERIOR

Salgo de un sueño profundo. No estoy despierto todavía. Mi cuerpo permanece inerte y se escapa a mis sentidos como el mundo exterior que me rodea. Las imágenes del sueño ya se han desvanecido. Mi memoria, en el sentido común de la palabra, está ausente. No razono ni me acuerdo de que tengo el poder de hacerlo. Sin embargo, ya no duermo. No sé todavía que he salido de la inconciencia, pero ya siento mi vida fluir, imprecisa e indiferenciada.

Siento mi cuerpo tendido, sin órganos ni contornos, pero presente. Siento deslizarse el tiempo de mi despertar. Estoy en el umbral de la conciencia de mi ser, en el seno de la experiencia fundamental que va a permitir a mi inteligencia reflexiva afirmar que existo, que duro y que tengo conciencia de existir y de durar. A medida que estoy despertándome, el sentimiento confuso de mi existencia pura se esfuma y desaparece con el aflujo de sensaciones diferenciadas más precisas. Siento el calor de mi cuerpo, el latido de mi corazón, el ritmo de mi respiración y el movimiento de mis músculos. Mis sentidos se abren al mundo exterior.

Mi piel capta el frío o el calor del aire ambiente, y la rugosidad de la sábana sobre la cual descansa. Mis ojos captan la claridad del día. Pero esas sensaciones inmediatas aunque complejas, no son en sí suficientes para la afirmación de la parte del mundo exterior que actúa sobre mí. Cuando, apenas despierto, abro los ojos, mi impresión primera es la de lo incoherente, de lo extraño y de lo desconocido. Poco a poco, sin embargo, los objetos se precisan y distingo un cuadro familiar: mi memoria o, por lo menos, lo que el lenguaje corriente designa así, ha empezado a actuar. Mi pensamiento racional se despierta al mismo tiempo: memoria y pensamiento sin los cuales no habría experiencia, sino sólo yuxtaposición de fenómenos temporales sin relaciones entre ellos y desprovistos para mí de todo significado.

Este análisis nos hace volver una vez más a la unidad funcional de nuestro cuerpo, unidad sin la cual nuestra duración sólo sería una resultante de fuerzas, y no una síntesis hecha por una intención organizadora personal, anterior a la diferenciación anatómica y dinámica de la cual es autor pero que no cesa de dominar.

Dicha unidad fundamental no debe, sin embargo, ilusionarnos: es precaria y siempre provisional. Tenemos la impresión de la solidez y permanencia de nuestro organismo, porque no admite estado intermedio entre el funcionamiento y la muerte y lo observamos, por supuesto, en vida. Pero, en la realidad, no sólo nuestro cuerpo se dirige inexorablemente hacia su destrucción, sino también que su vida merece más bien el nombre de supervivencia y, siempre en peligro, sólo dura al precio de un esfuerzo constante.

Nuestro organismo está a merced de una presión del mundo exterior demasiado fuerte para que pueda adaptarse a ella: no resiste ni el frío demasiado grande ni el calor exagerado, ni ciertos microbios, ni la inmersión prolongada, ni el fuego, ni siquiera un choque demasiado brutal. Tiene que encontrar alrededor de él los alimentos que necesita, so pena de perder la energía fisicoquímica que le es indispensable. Exige, por fin, al menos en algunos momentos de su existencia, la niñez en particular, la ayuda de sus semejantes.

Pero eso no es todo: mientras se impone a su medio y se adapta a él en un combate continuo, tiene que tomar en cuenta la "quinta columna" que lo zapa por dentro. Nuestro cuerpo, en efecto, se ha incorporado una cierta cantidad de materia que le viene de sus progenitores y de sus proveedores. Dicha materia está organizada, ya lo hemos visto, pero de modo inestable. Deténgase nuestro funcionamiento orgánico, en poco tiempo se descompondrá y se transformará en una masa de productos químicos, que no conservarán sino una parte insignificante de su estructura orgánica. Eso demuestra que la materia de nuestro cuerpo posee una tendencia natural a volver al mundo exterior de donde proviene, y a destruir así las condiciones anatómicas de nuestro funcionamiento vital.

Nuestra inteligencia intencional debe, por tanto, oponerse continuamente y con éxito, a la descomposición fisicoquímica del organismo. Tiene por otra parte, ya lo hemos visto, que contener las veleidades de independencia de nuestras células y de nuestros órganos, coordinando sus actividades complejas. En fin, es imprescindible que mantenga la armonía fisicoquímica, fisiológica y biológica sin La cual las condiciones funcionales de nuestra vida no estarían llenadas.

Podemos decir que nuestra duración corporal es el resultado de un esfuerzo prodigioso de nuestra intención personal, y consiste en una victoria continua de nuestro ser orgánico sobre sus fuerzas interiores y exteriores de descomposición.

Nos queda por precisar el sentido de la expresión "progresar en el tiempo" que acabamos de emplear, y estudiar, por eso mismo, el ritmo de nuestra duración orgánica. No es nuestro propósito analizar aquí la naturaleza del tiempo. Nos basta considerarlo, empíricamente, como un carácter esencial de la existencia, puesto que nada puede ser concebido con existencia instantánea, y notar que sólo es aprehensible para nosotros en cuanto asimilado a un cambio, vale decir, a un movimiento. Así el tiempo de nuestros relojes corresponde al movimiento de las agujas sobre el cuadrante, y, en último análisis, al movimiento de la tierra alrededor de su eje.

El uso corriente quiere que expresemos nuestra duración en unidades de reloj, vale decir, de tiempo sideral. Es éste un procedimiento cómodo, sin duda, pero ilegítimo ya que nuestro cuerpo posee su propio movimiento interno. El tiempo cósmico no puede ser para nosotros, valederamente, sino un sistema de referencia, tanto más útil cuanto que es prácticamente uniforme. Pero, ¿cómo captar en sí mismo nuestro tiempo orgánico?

Conocemos, para lograrlo, dos procedimientos basados, el uno y el otro, sobre el hecho de que cada movimiento funcional de nuestros órganos deja sus rasgos en nuestro plasma sanguíneo en forma de sustancias tóxicas, que obran como un freno sobre nuestras actividades fisiológicas y, en particular, sobre nuestra reproducción celular. Podemos calcular, a intervalos siderales fijos, el índice de cicatrización de una llaga o también, más cómodamente, comparar el crecimiento de una colonia de infusorios en nuestro plasma con la de una colonia idéntica en agua salada.

Estas dos técnicas nos permiten comprobar que el flujo de nuestro tiempo fisiológico no es uniforme. Varía con nuestra edad: nuestra actividad orgánica disminuye a medida que vivimos, y nuestro envejecimiento es mucho más rápido - respecto del tiempo cósmico - en el principio de nuestra vida que en su fin. Varía, igualmente con el más o menos buen funcionamiento de nuestro cuerpo, y una lesión, una infección o una adaptación difícil frena su curso.

El año sideral de un niño de diez años, mientras que su organismo está en pleno desarrollo, comprende cuatro veces más fenómenos orgánicos y, por eso mismo, "años" fisiológicos que el de un adulto de cincuenta, y el año sideral de un enfermo, en el curso del cual su cuerpo lucha para combatir el mal y defender su existencia, corresponde a varios de sus "años" fisiológicos normales.

Nuestra duración fluye, por tanto, según un ritmo irregular y decreciente que nos es estrictamente personal, puesto que es la expresión de nuestra actividad orgánica en su relación con sus condiciones interiores y exteriores, vale decir, con nuestro pasado fisiológico inscripto en nuestros tejidos y con las exigencias adaptivas de nuestro medio.

 

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publicado por sinai a las 11:04 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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